jueves, 29 de diciembre de 2011

Nadie. Nada.

Nadie más que yo
tan fuera del universo.
“Casi detrás”, dirías tú,
pero no: delante no es lo mismo que dentro.

Nada:
borrosos mis ojos,
reseca tu boca,
opaca su piel.

Nadie más que un hombre
tapado con jirones de papel
podría cantar el alfabeto de los números revueltos.
Sin aliento no hay sueños, diría él,
a pesar de que hace siglos yace muerto.

Nada en mis horas, en tu locura, en su anochecer.
Nada en las letras de un libro mal leído.
Nada desde el cero a la jota ni de la ka hasta el cien.

Nadie en los recuerdos y en los olvidos.
Nada en mi garganta, en sus nudos, en tu fe.
Nadie merodeando los vericuetos absurdos de la nada.
Nada, como quien suma y resta letras sumergido como un pez.

sábado, 26 de noviembre de 2011

No hay olvido


Cuando la recuerda se siente más él: más niño, más bello, más honesto. Y esa belleza heredada que visiona cuando contempla su espejo, le cuenta de un par de lunares que naufragan en la palidez de su piel y de un brillo meditabundo que oscila en sus pupilas; antifaz que instintivamente ocupa para convertir su desesperanza en lejanía.
Ya no la oye ni la ve, e imaginarla no le basta para ahuyentar el miedo que rige su vida. Él quisiera sentirla en el roce, en sus olores o al menos saberla de la manera menos incorpórea posible. Ya no la acompaña a la compra y tampoco puede inventarle historias para distraer sus tardes cansadas. A menudo se sienta en medio de la habitación y se concentra para poder viajar hasta ella. No siempre lo logra. Los ruidos de su vida lo atan miserablemente al presente. Pero cuando consigue llegar al lugar donde nadie sabe, sus manos se inquietan con el sutil vértigo de las alturas inventadas por él y sus ojos se humedecen hasta el borde, sin traspasar la frontera de la debilidad, esa que lo convierte en un hombre que procura no sucumbir ante los sentimientos. No llora, pero a veces quisiera hacerlo. El tiempo le rehúye cual Judas veleidoso sin develarle los porqués que todavía le duelen y lo arrasan. Pero con o sin explicaciones, se niega a dejarla atrás. Sería como traicionarla, piensa..., sería terminar de desaparecer y simplemente ya no puede con más ausencias.
Cuando la brisa le regala violetas, cree que la abraza y se aferra al aire, y da vueltas y vueltas sin girar; y cuando se mancha la camisa al comer, sonríe cómplice, sin que nadie comprenda el origen de su risa. Pero cuando ve a una mujer mediana, sigilosa y algo cana; corre para no verla…, corre para no perderse…, corre para no llorar.
Si la sueña, sus dientes rechinan desesperados antes de despertar. No resiste otra despedida y se niega a convivir con su ausencia no pasajera…, no puede desprenderse de ella. Perderla cada vez que regresa de un sueño le cuesta, por momentos, la vida. Ya no la nombra delante de otros, y si alguien lo hace, se pellizca a escondidas para no caer. Nada lo lastima tanto como mencionarla como parte de su pasado, como sinónimo vil y perfecto de la palabra melancolía. Cuando ve un rosario, suspira y se persigna en secreto. No es que crea, es solo que no puede evitar hacerlo. Hay veces que medita sobre el cielo, la eternidad y Dios, pero -por sobre todo-, hay ocasiones en que lo vuelven a rondar las preguntas que nadie le supo responder por tantos años.
De tanto en tanto intenta huir de la rutina, aunque siempre ha sido su esclavo. Los días repetidos, de una u otra forma, le dan seguridad…, al menos eso aprendió de ella, y no quiere borrar nada de lo que ella le enseñó: no puede dejar de ser puntual, de ahorrar para mañana, de tararear una canción cuando nadie lo ve. No quiere dejar de ser el mismo que ella engendró, pues teme cambiar y que no lo sepa reconocer cuando decida venir a buscarlo, tal y como lo ha soñado tantas veces desde aquel infame partir. Reza sin otro rito que sus ojos bien cerrados y, cuando lo hace, pide para que algún día ella regrese y él vuelva a ser el hombre que solía ser.
Sabe que nadie lo consolará como ella, que nadie le tendrá la misma paciencia y devoción. Está convencido de que nadie apostará por él y mucho menos cruzará un desierto sólo por tomar sus manos. Nadie lo ha vuelto a cuidar en la fiebre y en la pena como ella lo hacía. Nadie lo ha vuelto a arrullar con el mismo amor.
Cuando camina y está cansado, mira las estrellas y les pregunta cuándo acabará todo: su lejanía, su larga espera, su soledad. Las mira como a un gigante imposible de bordear, sin encontrar respuestas. Ya no les reclama. Ha entendido que nada es culpa de ellas. Él la recuerda, pero en silencio. Él la ama aunque no vuelva a escuchar su voz. Él intenta hallarla en su interior, desesperado, y se angustia cuando vuelve a sentirse como un niño ciego y fatigado que le teme a la noche; como un niño solo y perdido, que no logra darle sentido a las cosas; frustrado al no saber lo que debe hacer; derrotado sin entender cuál es la real batalla y mucho menos las razones por las cuales debería luchar.

miércoles, 6 de julio de 2011

m i l

Mil.
Mil veces te vi y tú ninguna.
Siempre bajo el arrebol de las seis.
Tumbado con los pies hacia el norte.
Elegantemente desnudo.

Y mil veces huí de tus pasos,
esos que nunca supieron de los míos;
cansado de caricias yermas,
atribulado por sueños yuxtapuestos
con el insalvable vacío de tus horas.

Desierto me encuentro de ti.
Vagabundo, delirante, asolado.
Y a punto de estallar le reclamo al viento
hasta cuándo tu arrogancia y
hasta dónde mi cobardía.

Pero ahora tú me ves.
Y mi cuerpo eclipsa tu mirada en el cielo,
y mi memoria canta la melodía que mi boca no sabe decir,
y  tus labios me ofrecen el sabor que nunca concibieron,
revueltos y callados. Sangrantes y convulsos.

Una.
Una bala te arrebató por mil de mi lado,
justo en el lugar donde nadie ve.
Y la segunda, la más silenciosa, viaja por mis adentros.
Es verdad, no sé huir. No sé sin ti.

sábado, 7 de mayo de 2011

Preguntas para un suicida

¿Para qué dejan una carta los suicidas? ¿Por qué necesitan ser escuchados cuando ya nadie los ve? ¿De quién quieren despedirse? ¿Qué precisan explicar?
¿Acaso buscan el adiós más infinito, burlar por única vez la soledad, sentirse eternos en el segundo más lento, justo cuando no hay aire que respirar?
¿Cuál es el instante máximo de su lejanía? ¿Cómo es la comunión de sus manos desbordadas con el vacío? ¿Dónde se encuentra el punto exacto de su propia exoneración? ¿Qué piensan cuando ya no hay nada más que pensar?
¿Perderán color las imágenes en sus pupilas ausentes? ¿Alcanzarán neutralidad frugal los tonos violáceos en sus pieles arrebatadas? ¿Existirá el rojo en la sangre que alguna vez lo cubrió todo con tanto ardor?
¿Dónde van a parar los pasos de un suicida? ¿Dónde hacen eco sus ruegos, sus espasmos infinitos, sus vísceras amortajadas por aquello que nadie ve?
¿Será eterno el último sonido en sus oídos fracturados? Imagino que recuerdan aquel ronquido que no es grito ni lamento, pero que estalla como el secreto más infame, como la bala que busca su sitio hacia dentro, justo en el centro.
¿Por qué rezarle a un suicida? ¿Por qué enterrarle en campo santo? ¿Por qué persignarse al invocar su nombre y suplicar su paz?
¿Cuál es el sentido de los cánticos absurdos y blasfemos, de las lágrimas saladas, de las alabanzas sin fe? ¿Dónde está la verdad en una vela que nunca supo dar luz? ¿Para qué llorar sus muertes, si sus muertes no son como las otras? Al menos no como las escrituras dicen…, no como lo manda Dios.
¿Dónde reposan sus almas? ¿Acaso tienen la bondad de verle la cara al Creador? ¿Le seguirán temiendo a la vida o se disfrazarán de sombras para deambular donde alguna vez no quisieron estar? ¿Dónde vuelan cuando añoran? ¿Dónde lloran la melancolía de los días que no volverán? ¿Tienen eternidad los suicidas o pedirán, aunque nadie los escuche, una segunda oportunidad? 

viernes, 25 de marzo de 2011

El problema

El problema no es la escases de las naciones, sino el egoísmo de los hombres.
El problema no es la diversidad…, el problema es la intolerancia.
El problema no es el sistema, sino el gigante llamado frustración.
El problema no es la soledad…, el problema es la indolencia del resto.
El problema no es el problema, sino estar dispuestos a encontrar la solución.
El problema no es la vanidad, sino la indiferencia, el egocentrismo, el exitismo.
El problema no es la muerte, el problema es la conciencia.
El problema no es el riesgo, sino la cobardía a correrlo…, la falta de fe, el miedo a perder.

lunes, 14 de marzo de 2011

e-numerar

Enumero razones. Islitas de palabras que no van a ninguna parte, pero que al menos cuentan con el mar para cuando quieren besar la orilla y bordear, cansadas, la posibilidad de dejar atrás la idea de ser arena para sumergirse en lo más profundo, justo donde algunos suelen elevarse para sentirse menos mal. Intento enumerar frases que tengan sentido y que me hagan reaccionar. No siempre me resulta, pero cuando lo logro un hormigueo en la planta de los pies me recuerda que, a pesar de todo, sigo vivo. Tiempo atrás subrayaba libros ajenos y reproducía citas que nunca sabía cómo acabar. Las frases de otros no siempre son nuestra verdad, esbocé aturdido un día y mi lápiz dejó de delinear la ruta del pensamiento de otros. Desde entonces escribo razones. Las enlisto unas tras otras, separadas sólo por el espacio que un punto aparte bien puesto les pueda otorgar; sin orden lógico ni marcas que las distingan entre sí. Sin exagerar, creo que pronto alcanzaré las tres mil, pero aquel dato no me enorgullece. Folios enteros colapsados con mis letras y aún no doy con la razón que me baste por sí sola… A veces menciono nombres en mis oraciones; personas que visitan mi memoria para causar remolinos de conciencia. Esos nombres vienen a ser las cumbres de las islas, pienso. Nunca he estado en una isla, pero presumo que toda porción de tierra rodeada de mar tiene una cumbre desde donde avistar o visionar lo que sea; por ejemplo, María puede avistar un horizonte sin personajes y luego visionar el vuelo de un ave sin tener que abrir los ojos. En cambio, Francisco no. No todos pueden hacer o sentir lo mismo que el resto de sus “iguales”; eso lo aprendí, con miedo, a temprana edad, cuando ellos querían lo que yo no. Ha ocurrido que esos nombres, los que me acarician y me azotan, me han dado razones que transcribo de manera pasiva. No cuestiono ni suprimo. Es mi manera secreta de honrarlos desde el más acá. María suele ser más dúctil y Francisco más visceral. Ella le da espacio a los puntos suspensivos para luego retomar con fuerza templada la idea central. Él tiende a enfrascarse en peleas internas y no siempre sabe encontrar el momento para detenerse. Cuando es María quien me habla despierto más temprano, pero si es Francisco a quien escucho, amanezco con la espalda y los ojos mojados.
Canciones. Las canciones también se pueden enumerar. No siempre sé sus títulos exactos. Si tengo suerte, la frase que más recuerdo coincide con el nombre del tema. La mayoría las tarareo cuando estoy solo. No tengo la virtud de un cantor y mi aversión al ridículo es importante (si se pudiera pesar, hablaría de toneladas, y si se pudiera abrazar, no me bastarían mis brazos para hacerlo). Debo aclarar que no colecciono canciones particularmente, al menos no con la desesperación que hago otras cosas. Desesperación…, tal vez deba reemplazar esa palabra por otra menos urgente. Me suena mejor pasión, pero en mi vocabulario “pasión” tiene más relación con amor, y yo no suelo hablar de amor…, no es que no quiera, simplemente no me resulta. Estar enamorado tiende hacia el estado ridículo del ser, y es justo ahí, en la convergencia de ambos conceptos, que mis pasos se repliegan. Por ejemplo, la otra noche descubrí una canción en boca de un hombre varios años mayor que yo. Parecía la melodía apacible de una canción de cuna. Cerré los ojos y quise que su voz me arrullara el resto de mis noches. Fue fulminante, sí. La melodía armoniosa, su voz segura, casi pastosa…, mis oídos reconocieron en aquel sonido la definición audible de la palabra felicidad. Sin perderlo de vista y desviando mi camino desde la avenida principal hacia una calle menos transitada, busqué razones para no abordarlo. Quizás ahí estuvo mi error: pensar en negativo. Una razón medianamente buena me hubiese bastado para alcanzar su hombro y preguntarle su nombre; pero instintivamente imaginé una lista de motivos para no acercarme a él. Sentirme ridículo fue la primera. No pude decirle “hola, me gusta lo que cantas… ¿Te importaría ir a mi casa?…, no sé…, nos tomamos algo y luego, si no te molesta, me puedes cantar esa melodía hasta quedarme dormido”. Y claro, si lo pienso  es bastante absurdo lo que pretendía. Lo más probable es que no hubiera ocurrido nada; aún cuando hubiese utilizado todo el poder de persuasión que, precisamente, no tengo…, aún cuando mis razones, por primera vez, hubiesen confabulado a mi favor. Y es que a mis treinta años, mis días sólo saben de enumerar razones que no siempre me sirven; de tanto en tanto ficho canciones que no necesariamente me gustan y, sobre todo, enlisto impulsos que nunca me atreví a hacer.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Cavilaciones

Como si estuviera soñando, una luz tierna se posa en mi horizonte desvelado. No hay lluvia en este invierno, ni frío ni tampoco manos congeladas y desiertas. No necesito sentir todo eso para emborracharme con la melancolía de saber verdades irritantes que llegan hasta mis oídos como razones que no me sirven. Me encuentro en el estado más profundo de mi simpleza; aquella que por años perdí, enfrascado en planes absurdos que terminaron llevándome justo donde estoy ahora: en la mitad más recóndita de la nada. Ya es tarde. Los árboles respiran allá fuera bocanadas subterráneas de su propio aire. Mis raíces no son las suyas. Quizás el peor castigo que me han dado es hacerme sentir que no pertenezco a ningún lado y, a la vez, ante mis ojos vidriados, tener que soportar el consuelo inocuo de ellos, los otros, que me abrazan con palabras rebosantes de lástima  suprema y que me esfuerzo inútilmente por agradecer condescendiente y derrotado. Como si estuviera soñando, cuento las nubes que no hay en el cielo, mas sí en lo alto de mi pieza (mi firmamento privado); y descubro formas que alguna vez quise para mi propio cuerpo. Un pez, una antorcha, una liebre corriendo a toda prisa..., y luego me río porque nunca tuve un acuario, siempre le temí al fuego y mis pasos no conocen el trote. Me gusta imaginarme imposibles. Alguna vez leí que los sueños no saben de lógica ni de realismo. Si sueñas que conversas con una luciérnaga no significa mucho. Me imagino que debe existir gente que habla con luciérnagas y no precisamente en sueños..., tal vez a ellas, me refiero a las luciérnagas, sus colegas las consideran locas por escuchar a los humanos. ¿Las luciérnagas hablan? ¿Acaso las luciérnagas saben escuchar? Ahora veo por la ventana la luz de una luciérnaga, que es mi antorcha por las noches; y escucho a un grillo, que es el único pez que se me ocurre inventar estando aquí, tan lejos del mar; y mis pensamientos son la liebre que marcha a toda velocidad..., y al menos con todo esto me convenzo de que nadie podría decir que mis nubes no tienen forma, y mucho menos podrían decir que estoy loco por escuchar a un pez y admirar una antorcha que no arde pero brilla. Como si estuviera soñando, sí... Ahora que lo pienso, mi mente suele desvariar cuando prefiere no hacerse cargo del descalabro que presume mi vida. Esa es la fortuna que tenemos nosotros. El mundo puede estar desbaratándose a nuestro al rededor, pero nosotros, digo los tipos como yo, sólo sabemos de nuestras propias cavilaciones.