Enumero razones. Islitas de palabras que no van a ninguna parte, pero que al menos cuentan con el mar para cuando quieren besar la orilla y bordear, cansadas, la posibilidad de dejar atrás la idea de ser arena para sumergirse en lo más profundo, justo donde algunos suelen elevarse para sentirse menos mal. Intento enumerar frases que tengan sentido y que me hagan reaccionar. No siempre me resulta, pero cuando lo logro un hormigueo en la planta de los pies me recuerda que, a pesar de todo, sigo vivo. Tiempo atrás subrayaba libros ajenos y reproducía citas que nunca sabía cómo acabar. Las frases de otros no siempre son nuestra verdad, esbocé aturdido un día y mi lápiz dejó de delinear la ruta del pensamiento de otros. Desde entonces escribo razones. Las enlisto unas tras otras, separadas sólo por el espacio que un punto aparte bien puesto les pueda otorgar; sin orden lógico ni marcas que las distingan entre sí. Sin exagerar, creo que pronto alcanzaré las tres mil, pero aquel dato no me enorgullece. Folios enteros colapsados con mis letras y aún no doy con la razón que me baste por sí sola… A veces menciono nombres en mis oraciones; personas que visitan mi memoria para causar remolinos de conciencia. Esos nombres vienen a ser las cumbres de las islas, pienso. Nunca he estado en una isla, pero presumo que toda porción de tierra rodeada de mar tiene una cumbre desde donde avistar o visionar lo que sea; por ejemplo, María puede avistar un horizonte sin personajes y luego visionar el vuelo de un ave sin tener que abrir los ojos. En cambio, Francisco no. No todos pueden hacer o sentir lo mismo que el resto de sus “iguales”; eso lo aprendí, con miedo, a temprana edad, cuando ellos querían lo que yo no. Ha ocurrido que esos nombres, los que me acarician y me azotan, me han dado razones que transcribo de manera pasiva. No cuestiono ni suprimo. Es mi manera secreta de honrarlos desde el más acá. María suele ser más dúctil y Francisco más visceral. Ella le da espacio a los puntos suspensivos para luego retomar con fuerza templada la idea central. Él tiende a enfrascarse en peleas internas y no siempre sabe encontrar el momento para detenerse. Cuando es María quien me habla despierto más temprano, pero si es Francisco a quien escucho, amanezco con la espalda y los ojos mojados.
Canciones. Las canciones también se pueden enumerar. No siempre sé sus títulos exactos. Si tengo suerte, la frase que más recuerdo coincide con el nombre del tema. La mayoría las tarareo cuando estoy solo. No tengo la virtud de un cantor y mi aversión al ridículo es importante (si se pudiera pesar, hablaría de toneladas, y si se pudiera abrazar, no me bastarían mis brazos para hacerlo). Debo aclarar que no colecciono canciones particularmente, al menos no con la desesperación que hago otras cosas. Desesperación…, tal vez deba reemplazar esa palabra por otra menos urgente. Me suena mejor pasión, pero en mi vocabulario “pasión” tiene más relación con amor, y yo no suelo hablar de amor…, no es que no quiera, simplemente no me resulta. Estar enamorado tiende hacia el estado ridículo del ser, y es justo ahí, en la convergencia de ambos conceptos, que mis pasos se repliegan. Por ejemplo, la otra noche descubrí una canción en boca de un hombre varios años mayor que yo. Parecía la melodía apacible de una canción de cuna. Cerré los ojos y quise que su voz me arrullara el resto de mis noches. Fue fulminante, sí. La melodía armoniosa, su voz segura, casi pastosa…, mis oídos reconocieron en aquel sonido la definición audible de la palabra felicidad. Sin perderlo de vista y desviando mi camino desde la avenida principal hacia una calle menos transitada, busqué razones para no abordarlo. Quizás ahí estuvo mi error: pensar en negativo. Una razón medianamente buena me hubiese bastado para alcanzar su hombro y preguntarle su nombre; pero instintivamente imaginé una lista de motivos para no acercarme a él. Sentirme ridículo fue la primera. No pude decirle “hola, me gusta lo que cantas… ¿Te importaría ir a mi casa?…, no sé…, nos tomamos algo y luego, si no te molesta, me puedes cantar esa melodía hasta quedarme dormido”. Y claro, si lo pienso es bastante absurdo lo que pretendía. Lo más probable es que no hubiera ocurrido nada; aún cuando hubiese utilizado todo el poder de persuasión que, precisamente, no tengo…, aún cuando mis razones, por primera vez, hubiesen confabulado a mi favor. Y es que a mis treinta años, mis días sólo saben de enumerar razones que no siempre me sirven; de tanto en tanto ficho canciones que no necesariamente me gustan y, sobre todo, enlisto impulsos que nunca me atreví a hacer.